DAVID CASAS PERALTA
Stephen Emmott. Diez mil millones. Traducción de Antonio Prometeo-Moya. Anagrama, Barcelona, septiembre de 2013, 198 pp.
Vivimos en un mundo en el que se necesitan cuatro litros de agua para fabricar una simple botella de plástico de un solo litro. Y 100 litros para poder tomar una taza de café. Y 3.000 para producir una hamburguesa. Y 9.000 para producir un pollo o un corriente pijama de algodón. Y 27.000 para un hacer un kilo de chocolate y 72.000 para fabricar uno solo chip. No hará falta multiplicar esas cantidades por los millones de tazas, hamburguesas, pollos, pijamas de algodón, kilos de chocolate y chips para teléfonos móviles y ordenadores portátiles que se consumen todos los años en el planeta para hacernos una idea de los billones de litros que suponen. Billones consumidos, en muchas ocasiones, de forma totalmente gratuita, como si se tratara de un recurso inagotable, como si su desperdicio no conllevara ninguna consecuencia. Pero estamos hablando de un recurso cuya obtención, a medida que se vayan agotando los acuíferos y el cambio climático altere significativamente el ciclo del agua, será cada vez más difícil de mantener; un recurso por el que, en un futuro no muy lejano, se librarán muchísimas guerras.
La sonrisa irónica con la que, posiblemente, hayamos empezado este texto se convertirá en mueca de terror cuando reparemos, como bien muestra Stephen Emmott en su apocalíptico libro Diez mil millones, de que actuamos con la misma irresponsabilidad con el resto de recursos naturales del planeta: la tierra, los recursos marinos y forestales, los minerales fósiles, etc. Una actitud que nos ha llevado a estar a punto de cruzar una línea roja a partir de la cual lo que nos depare el futuro de la Tierra ya no estará en nuestras manos, y donde sólo nos corresponderá la gestión más o menos precipitada, más o menos caótica, del desastre. Porque si algo deja claro este libro es que el desastre, salvo que se ponga un remedio inmediato y contundente, va a producirse más pronto que tarde, a medida que nos vayamos acercando a la temida cifra de diez mil millones de habitantes.
Emmott, un informático que dirige un centro que estudia sistemas complejos como los sistemas climáticos y los ecosistemas y el impacto sobre estos de la acción humana, nos ofrece en Diez mil millones un retrato escéptico y desesperanzado del ser humano y su relación con el planeta. Erigido en único dominador de la Tierra, en dueño y señor del resto de especies animales y vegetales, el ser humano es ahora mismo el principal problema que tienen todos los seres vivos de este rincón remoto de la Vía Láctea. Paradójicamente son todas sus extraordinarias y prodigiosas capacidades –creatividad, inteligencia, capacidades productivas- las principales causantes de la completa destrucción de todos los ecosistemas terrestres que permiten el mantenimiento de las actuales condiciones de vida.
Más allá de la primera y la segunda revoluciones industriales, el origen del problema actual lo ubica Emmott en la “revolución verde” que se produjo en torno a los años sesenta para cubrir las necesidades del boom demográfico que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial. Llevada a cabo a través del uso a escala industrial de pesticidas, herbicidas y fertilizantes químicos, la ampliación “sin precedentes” de la explotación de la tierra, y la industrialización de todo el sistema de producción de alimentos –granjas de crianza intensiva, factorías pesqueras, etc.-, esta ha tenido desde entonces consecuencias nefastas para el planeta: la reducción de especies animales y vegetales sin precedentes en la historia –“la actividad humana está causando la destrucción de vida más grande que se conoce en la Tierra desde la desaparición de los dinosaurios” (pág. 52)-, y algo aún peor: la reducción de la biodiversidad y, en consecuencia, la degradación de los ecosistemas completos.
Pero no solo eso. La “revolución verde” también generó un espectacular abaratamiento del precio de la comida que posibilitó, en el mundo occidental, que sus habitantes tuviéramos más dinero para gastar en otros bienes de consumo hasta entonces prohibitivos como electrodomésticos, vehículos, viajes, etc. –productos por los cuales, no olvidemos, no pagamos el precio real, el resultante de añadir a sus precios de venta las “externalidades”-. Esta explosión del consumo “no básico”, unido a las consecuencias directas de la revolución alimentaria, hizo que los científicos se dieran cuenta, a finales del siglo XX, de que estábamos cambiando el clima. La atmósfera, la hidrosfera, la criosfera –los casquetes polares y glaciares- y la biosfera empezaron a dar muestras de que se estaban viendo modificados sensiblemente por la acción humana. Sin embargo, desde entonces, la población mundial no sólo ha crecido hasta superar los siete mil millones de habitantes, sino que ha seguido consumiendo a un ritmo mucho mayor, sometiendo a una presión cada vez mayor todos los recursos de la tierra, traducida esta en deforestación, sequías, catástrofes meteorológicas, desglaciación, contaminación y agravamiento del efecto invernadero, etc. En conclusión, el agravamiento del cambio climático hasta límites insospechados.
Emmott nos muestra cómo el ser humano, lejos de ser consciente de estos problemas, sigue sin enfrentarse a ellos. Nos muestra cómo la necesidad de comida de este mundo aumenta a una velocidad mayor que la población, o lo que es lo mismo: cuanto más ricos somos, más comida consumimos, y de mayor variedad, hasta hacer la situación completamente insostenible: “para alimentarnos durante los próximos 40 años, necesitaremos producir más comida de la que ha dado la agricultura en los últimos 10.000 años” (pág. 123). La consecuencia: una explotación de la tierra y deforestación aun mayor.
Pero como los problemas nunca vienen solos, Emmott nos muestra un nuevo enemigo para este aumento desmesurado del consumo de comida: a la vez que la necesidad de más alimentos acelere el cambio climático, este acelerará a su vez las catástrofes naturales, impidiendo estas la producción de la misma, su encarecimiento, y, como consecuencia, la falta de abastecimiento de las clases más pobres. Así mismo, también impedirán que crezca la producción alimentaria la degradación del suelo y la desertización. Así como la crisis del agua, producto de las sequías y el desmesurado uso del “agua virtual” –la usada para procesos industriales-. También podrán afectar negativamente a la producción de alimentos la crisis de los fosfatos –imprescindibles para mantener el ritmo de producción “industrial”, y cada vez más escasos- y la cada vez mayor resistencia de los hongos patógenos a los fungicidas.
Así mismo, otro terror que se avecina para el futuro será el del advenimiento de una nueva pandemia global, facilitada por el desmesurado transporte de personas y bienes por todo el mundo: “Así que no es de extrañar que los epidemiólogos estén cada vez más de acuerdo en que no se trata de si habrá o no otra pandemia global, sino de cuándo se declarará” (pág. 137). Y por si fuera poco, a este ya de por sí panorama apocalíptico habrá que añadir la conversión de grandes regiones de Asia, América del Sur y África en regiones inhabitables a causa del crecimiento del nivel del mar –Bangladesh, por ejemplo, está condenado a desaparecer bajo las aguas en menos de un siglo-, desastres meteorológicos, inundaciones, incendios forestales, pérdida de cosechas y bosques, crisis de agua, etc. Por todo ello no habrá de extrañarnos la militarización sin precedentes de las zonas más “afortunadas” del mundo, como Europa y Estados Unidos, que deberán preservar sus territorios de millones de “emigrantes del clima”, personas para las cuales sus países habrán dejado de ser habitables y la obtención de comida y agua una quimera: “No es casualidad que en casi todas las conferencias científicas sobre el cambio climático en las que participo haya una nueva categoría de asistentes: los militares” (pág. 149).
Una vez descrito el futuro que nos espera si seguimos sin tomar medidas, ¿qué posibles soluciones nos plantea Emmott para evitarlo? El científico inglés solo es capaz de ofrecernos dos: en primer lugar, la “tecnificación” de la solución a través de los científicos y, en segundo lugar, cambiar nuestro comportamiento con respecto a los recursos naturales del planeta. La primera, la propia del “optimista racional”, diría que la ciencia puede resolver, con el desarrollo tecnológico, todos los problemas que se le planten; que siempre que aparece un problema gravísimo encuentra una solución para salir de atolladero. ¿Cómo se podría hacer en esta ocasión? A través de las energías verde, nuclear, la desalinización, otra revolución verde y la geoingeniería. Sin embargo, Emmot se muestra escéptico ante la capacidad de la ciencia y la tecnología de resolver problemas, en buena medida, causados por ella. Pues la tecnología que ve como más factible para resolver el problema energético global, la “fotosíntesis artificial”, solo está siendo investigada en cinco laboratorios del mundo. Y la energía nuclear, la energía que resolvería el problema energético a corto plazo, presenta un enorme coste a un plazo mayor. El resto son tecnologías caras y aún con muchos problemas que resolver; además, acumulan demasiado retraso como para resolver los problemas cuando se las necesite.
La otra solución que plantea Emmott es el cambio radical de comportamiento de los consumidores de todo el mundo: “En pocas palabras, tenemos que consumir menos. Mucho menos. Radicalmente menos. Y necesitamos conservar más. Mucho más” (pág. 169). Descartadas las oligarquías económicas y políticas en la aplicación de este cambio y los miles de millones de pobres que pueblan todo el mundo, el peso de este cambio deberán liderarlo los millones de personas del mundo occidental a través de un consumo responsable. Pero ya no sirven actos “simbólicos” como comprarse un coche eléctrico, desenchufar el cargador del teléfono móvil, mear en la ducha o utilizar menos papel higiénico cada vez que vamos al baño. Debemos consumir menos de todo desde ahora mismo, inmediatamente: comida, energía, ropa, coches, viajes, electrodomésticos, de todo. Sin embargo, este cambio, para Emmott, se plantea casi como una quimera, dado que nadie, desde los poderes políticos y económicos, parece interesado en cambiar el estado actual de las cosas. Como bien ejemplifica el científico inglés, si supiéramos que un asteroide fuera a colisionar contra la Tierra en un futuro próximo, la humanidad destinaría todos los recursos disponibles para evitar la catástrofe. Sin embargo, la amenaza que está afrontando nuestro planeta ahora mismo es de igual envergadura, pero nadie está haciendo nada, y lo que es peor, no parece que nadie vaya hacerlo. Porque el problema, el asteroide, como bien indica el autor de Diez mil millones, somos nosotros mismos.
La forma con la que nos describe la futura colisión, los futuros desastres naturales e humanitarios, no puede ser más contundente. Emmott, director de Ciencias Informáticas en Microsoft Research en Cambridge y profesor de la misma disciplina en Oxford, nos los desgrana a través de breves píldoras tan diminutas y fáciles de tomar como de difícil digestión: textos breves y contundentes plagados de afirmaciones que oscilan entre lo absurdo y lo apocalíptico, gráficos cuyas líneas se disparan hacia arriba cuando empiezan a indicar las últimas décadas, fotos que ilustran en toda su dimensión la disparatada sobreexplotación del planeta y sus consecuencias –nudos de autopistas terrenos de cultivo en Estados Unidos, plantaciones de soja en Brasil, coches, bloques de viviendas y contaminación en China, minas al aire libren Rusia, motines de hambre en Argelia-.
Estas píldoras nacieron para ser mostradas y explicadas en formato espectáculo-monólogo por el propio Emmott en un teatro de Londres. Ahora, impresas, el lector las podrá tomar en poco más de dos horas. Se trata de unos textos, gráficos e imágenes que, unidos en formato libro pretenden convertirse, más allá de un referente científico, en toda una campaña internacional de alerta sobre los principales retos de tipo medioambiental y humanitario que va a tener que afrontar nuestra especie en los próximos años. En definitiva, un libro que podría estar en la línea de la película Una verdad incómoda de Al Gore, pero con un aliento más frío y pesimista, mucho más ballardiano o houellebecquiano. Infinitamente más apocalíptico.
Porque, como bien indica el texto de la contracubierta, Diez mil millones es un relato de terror climático en toda regla. Durante las dos horas que dura su lectura descubrimos que lo que tenemos entre las manos no es solo una fría enumeración de las posibles catástrofes futuras, sino la breve y analítica descripción de la caída en la que ya estamos inmersos. Una caída que, si no le ponemos remedio inmediatamente, va ser profunda y sin fin, sin paracaídas, sin posibilidad alguna de evitar que arrastremos en ella a nuestros hijos y nietos. Se trata de un texto donde el terror es tan brutal como frío, un terror que se me antoja mucho más atroz que el que podríamos sentir en una trinchera de guerra o en un edificio asolado por las llamas. Porque ya no se trata de la muerte individual. De lo que nos está hablando Emmot es de la futura y dolorosa muerte de nuestros hijos y nietos, de nuestra desaparición y fracaso como especie.
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David Casas Peralta (Artés, Barcelona, 1976) es gestor cultural. Actualmente es coordinador de actividades culturales de la Fundación Fondo Internacional de las Artes de Madrid y director de redacción de la revista de información cultural xtrart.es.
Imágenes: Pre packed meat-products. Copyright de Alwin Nöller, 2007 / Cortesía de Anagrama.